Llegaron las lluvias y con ellas los problemas. Los arroyos que cruzan la ciudad y que más que torrentes encajonados parecen prolongación del río Magdalena, paralizan el tránsito de vehículos y peatones, las ventas del comercio, la ciudad toda, además de que representan peligro inminente para el desprevenido transeúnte que caiga en ellos. La experiencia sobre el particular es larga y dolorosa. Como que aún la sociedad lamenta la trágica desaparición de valiosas unidades de su seno, que encontraron la muerte en medio de las turbulentas aguas de los arroyos. En los barrios pobres, donde habitan las gentes de los bajos ingresos, la situación es más dramática. Y anoche mismo las autoridades se encontraban afrontando el problema de más de doscientos personas que perdieron sus pocos haberes durante la violenta inundación de Siape y sectores aledaños.

¿Detener las lluvias? Imposible. Absurdo. Por el contrario su prolongada ausencia nos privaría de cosechas abundantes, de regadío en los campos zonas agrícolas y de la feliz oportunidad de “refrescar” un poco el ambiente mismo de la ciudad castigada por los inclementes soles del trópico durante los nueve primeros meses del año. La inteligencia de los asociados, y en particular de los encargados de manejar la cosa pública, radicaría en este caso, en adoptar las medidas conducentes a sortear con éxito los inevitables problemas producidos por los elementos de la naturaleza que a veces desatan su furia en forma implacable.

En Barranquilla parece que hubiéramos renunciado a esos atributos de civismo de gentes amantes del trabajo vivificador, que no supo jamás de ahorro de esfuerzos y sacrificios cuando del bien común se trataba. Y asfixiados por los laureles conquistados ante propios y extraños parece, repetimos, que empezáramos a vivir de glorias pasadas mientras la realidad nos golpea con extremada crueldad.

No otra explicación podría darse al hecho de haber abandonado la ciudad a su propia surte en aspectos de tan importancia como lo son su desarrollo urbanístico, la conservación sus calles, plazas, parques y avenidas, de sus sitios de recreo, de sus servicios públicos, con detrimento del prestigio conquistado ante la faz del país y de la comodidad de todos los asociados.

Los arroyos son tan antiguos como la ciudad. Y durante todas las administraciones municipales han ocupado la atención de los mandatarios de turno. No han faltado las sonoras declaraciones de prensa, y más de un proyecto realizable se ha anunciado al público como una realidad a corto plazo, especialmente durante las época de lluvia. La cosa, sin embargo, no ha pasado de allí. El pueblo sigue soportando toda clase de dificultades y peligros engendrados por esta “calamidad pública” y que de las palabras se pase a los hechos concretos. Difícilmente se podrá combatir aquella vieja pero sabía tesis de que “gobernar es servir”, máxime en casos como este peculiar de Barranquilla que sufre pérdidas calculadas en 50 mil pesos por hora cuando los arroyos se encuentran crecidos.

Se podría como razón valedera para justificar esta negligencia de la administración – como ya se ha hecho – la falta de recursos económicos para acometer una obra del alcantarillado pluvial. Pero ¿como justificar, se pregunta la ciudadanía, el total abandono en que se encuentran las calles y avenidas y los andenes y los parques? ¿Cuál es la labor que desarrolla la secretaría de Obras Públicas? ¿Acaso no tenemos la oficina del plan regulador mejor organizada del país? ¿El público paga impuestos para qué?

Está muy bien que la paridad política, el reparto burocrático de los cagros públicos se imponga en la administración. Por algo el sistema fue elevado a canon constitucional de la república. Pero ello no puede justificar que los gobernadores, los alcaldes sus secretarios dediquen todas las horas hábiles a estos menesteres. Es necesario trabajar por Barranquilla y sus gentes, y como la falta de recursos no permite hacerlo en grande escala, bien se podría iniciar labor con el arreglo de las calles. Transitar hoy por la mayoría d las vías públicas, por no decir todas, es verdadera proeza por cuanto en ellas, los huecos, los baches, el lodo, el pantano constituyen inminentes peligros cada dos o tres cuadras. Que lo digan los conductores de vehículos tanto privados como de servicio público; que lo digan los agentes de circulación y tránsito que deben atender diariamente los numerosos accidentes originados por las mismas condiciones descritas; que lo digan los peatones que deben coquetear con la muerte en las calles del Prado, de San José, de Boston, del Recreo, de Bellavista o de cualquier otro sector de la ciudad.

Fuente: Diario del Caribe, 25 de Octubre 1959